miércoles, 7 de septiembre de 2011

Dos poemas inéditos



LA CASA SIN TECHO


Volvimos a aquel lugar

cuarenta años después

cada uno enunció sus recuerdos

en pocos minutos

compusimos el patchwork,

el cuadro de esa porción

de nuestras vidas que iban

entre la infancia y la adolescencia

Esa quinta se helaba en invierno

y explotaba demográficamente

en verano

Las estufas, el hogar a leña

todos allí

alrededor de nuestra madre

sin poder atisbar el futuro

perplejos

en feroz desamparo


***


LA TIJERA


Podo las redes, los vínculos

en un delirio de calma y asepsia

construyo mi propio Apartheid

-¿Qué le sirvo? - dijo el mozo del café.

-Una lágrima -respondí al tomar el pañuelo de papel.

***



FELIGRESES

Ese hombre, el militar, asiste diariamente a la misa de las diecinueve. Se sienta en el costado izquierdo, en los bancos del medio de la nave. Muchos conocen su historia y murmuran datos entre las columnas del templo. Sí, participó, dicen. Sus subalternos le temen, es implacable, susurran.

El militar reza con unción, arrodillado. Su mujer lo acompaña. Tiene suerte. Alguien lo ama, piensan algunos de los presentes. ¿Cómo puede?, se preguntan. Ella puede. A cara lavada, austera, sencilla, con ojos azorados. Se sienta a su lado, en silencio. No está solo el militar. Hasta Dios lo escucha. Nadie lo señala. Apenas murmuran por lo bajo.

A la divorciada sí la señalan. No la dejan comulgar y ella traga sus lágrimas. Y a la adolescente que está sentada en los últimos asientos también la señalan con la mirada. Está embarazada. Que ni se le ocurra abortar, piensan las señoras que atienden la sacristía -ésas que dan abultadas y caritativas limosnas pero que cuando votan lo hacen por el partido que con sus medidas económicas reproduce pobres exponencialmente distribuyendo inequitativamente la riqueza-. La joven llora mirando al Cristo sufriente y se consuela. ¿Cómo podrá ejercer la maternidad con catorce años?, piensan la joven y la divorciada. Los que defienden al feto, ¿no son los mismos que piden pena de muerte, gatillo fácil, reducción de la edad para condenar a los adolescentes que delinquen? ¿No son los mismos que se resisten a reconocer la pedofilia en el sacerdocio, que ignoran y desprecian a los niños que piden por las calles, a los que llenan los orfanatos, a los que mueren de hambre y de todas las carencias?, se pregunta la divorciada mientras mira a la joven. A lo hecho, pecho, se dicen los padres que la escoltan.

El uniformado cumple órdenes de sus superiores y ora en silencio con gesto adusto, rígido, imperturbable. ¿Vendrá por devoción o porque los fantasmas lo asedian día y noche? ¿Será porque es el único lugar donde no oye sus gritos?

Amar a los enemigos, piensa la divorciada desde el costado derecho. Con los ojos húmedos se repite: “por más que lo intento, no puedo. El templo nos reúne a todos, víctimas y victimarios -piensa mirando la cruz-. Dios es nuestro Padre. El del militar, el de la niña encinta y también el mío -se dice-. Nos abraza y nos perdona a todos, ¿aún a los que no se arrepienten de sus malos actos? -se pregunta-. Pero yo no puedo -se culpa-. No odio, recelo. No perdono, recuerdo. Este es otro pecado que me condena”.

En ese instante se acercan los integrantes del coro de adultos de la parroquia. La divorciada se une a sus filas. Se ubica entre las mezzosopranos. A su lado se para el militar. Es un tenor. Su voz potente, entonada se funde con la de ella y con las otras. Un salmo de alabanza se eleva hacia la cúpula central, entre los vitrales góticos.

Ella piensa, recuerda que alguien dijo que “cantar es orar dos veces”, no sabe si fue su amado San Agustín. Allí están, ese coro variopinto uniendo su voz hacia Dios.

Abajo quedan las culpas y los reproches. Arriba las almas resolviendo sus tribulaciones, pidiendo perdón. Sólo en ese espacio nos iguala el amor, piensa ella, piensa él, piensan todos.